Por FLORENCIA CUNZOLO
La actividad apunta a estimular el tacto, el oído y el olfato en el contacto con los animales. Para eso, los participantes usan un bastón y un antifaz.
Tocar, oler, oír. No mirar. Caminar a tientas, con los ojos tapados y la ayuda de un bastón, para vivir el contacto con la naturaleza privados de la seguridad que da la vista. De eso se trata el Zoo vivencial, una experiencia que apunta a potenciar los sentidos y que invita a ponerse en el lugar del otro. El antifaz se desliza sobre los ojos y apaga en segundos el sol que acaricia la piel. El bastón -indica la guía- deber recorrer al ras del suelo el ancho de hombros. Con ansiedad, pasos cortos y algo torpes, el grupo arranca la recorrida sensorial por el zoológico porteño. “Llegamos”, avisan los que ven. La propuesta es darle de comer a las llamas. Alguien despedaza un fardo de pasto y entrega trozos a los participantes. La pregunta es ¿dónde están las llamas? La respuesta no tarda en llegar. El pasto seco empieza a crujir en las bocas de los animales que, gustosos, aceptan el convite. Mientras una mano ofrece alimento, la otra se hunde en el frondoso pelaje. Se acercan más. Altos y petisos. Los brazos se estiran para buscar nuevas bocas. Bajo los pies se adivina la tierra seca, por sectores húmeda. La actividad “incluye el reconocimiento de especies animales vivas y taxidermizadas y la identificación de sonidos, ofrece una experiencia sensorial, imaginativa y educacional. Al anularse el sentido de la vista se potencian el resto de los sentidos, dando lugar a otra forma de percibir el medio ambiente”, explican los organizadores. La segunda posta es el aviario. El jazmín paraguayo perfuma el trayecto. Un poco de pasto, un poco de asfalto. Algunos avanzan solos, confiados en su manejo del bastón. Otros, tomados de los brazos. “Un poquito a la derecha”, “ojo con el escalón”, son las indicaciones que se escuchan. Hasta que el chisporroteo de una cascada y el canto de cardenales, carpinteros, federales, guacamayos y pepiteros se adueñan del oído. La tortuga marina exhibe su rugoso caparazón para quien quiera tocar. La boca no, “porque muerde”, tampoco las garras, ya que esconde las patas ante los invitados. El lagarto colorado recibe las caricias y saca la lengua. Las manos lo recorren de pies a cabeza. “Fue muy interesante. Es como la única forma de acceder al contacto directo con los animales. Los sentí distinto. Uno está más sensible. Es más fácil sentirlos así que con los ojos descubiertos”, afirma Mónica Mori, una ayudante terapéutica que probó la experiencia que a partir del viernes 5 de octubre estará abierta a todo el público. “Me parece muy interesante poder ponerse por unos minutos en el lugar de un no vidente. La discapacidad nunca uno la tiene en cuenta, es muy difícil tenerla presente en lo cotidiano”, agrega. La actividad es guiada por Lili Aranda, la comunicadora ambiental del zoo, que desde hace años coordina las visitas para no videntes. “Con el tiempo nos dimos cuenta que a la gente le encanta vivenciar el resto de los sentidos, dado que el fundamental que se utiliza es el de la vista. La gente tiene ganas de vivenciar utilizando el olfato, el tacto y el oído”, apunta.
El antifaz vuelve a deslizarse. El abrigo está lleno de pasto. La imagen vuelve a dominarlo todo, pero esta vez, lo importante pasó por otro lado
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